Aníbal Merlo. Obra reciente
Adolfo Castaño
Catálogo de la exposición en la galería Bereshith, Toledo, 1990
Catálogo de la exposición en la galería Bereshith, Toledo, 1990
Algunos elementos que definen el espacio natural, el arriba y abajo, el horizonte, el aquí y allí, tienen, aparte de su valor espacial, un valor temporal, en virtud del recorrido que se efectúa con la mirada para situarlos, con los pasos de la mirada, con el gesto al pintarlos.
La abstracción, esa forma pictórica que hemos convenido en llamar así, parece prescindir de cualquier definición espacial, de cualquier perfil temporal, pero en su facultad de inventar constantemente una nueva realidad, lo que hace es originarlos de otra manera, por otra vía, vía que es preciso rastrear a través de los signos silenciosos con que se expresa. Pues mientras la imagen más o menos acordada con la realidad exterior canta asentada en las distancias y los aspectos de las cosas o los seres, solamente el color, su densidad, la fugacidad o estabilidad de sus cambios, susurra en la materia plástica de la abstracción.
Y en el color, en ese color reflexivo y misterioso, vamos encontrando tiempos, distancias, situaciones, accidentes, todo ello envuelto necesariamente en un lirismo revelador.
Aníbal Merlo hace del color de sus pinturas no sólo aire en vilo, sino también materia, y así la da consistencia de horizonte o margen. Sin querer del todo traspasa el límite que va de la abstracción a la situación figurativa, y no elude la tentación, pues él sabe moverse tanto en la altura voladora y pensativa del tiempo, como en el claroscuro terrenal y concreto.
Signos cruzan sus espacios que se remiten estrictamente al límite del soporte y en él se realizan; datos vivos surgidos sin duda de su propio discurso humano, también de la necesidad estética de emplazar pictóricamente la situación artística que contempla. Y la situación, la doble situación suya y de la pintura, se ensimisma a pesar de su decir luminoso, con la amenaza oscura de un espacio abisal, de precipicio o caos, colocado en un extremo o en el posible abajo. Entonces los signos voladores adquieren perfiles concretos y se materializan para defenderse de la caída o acelerar su renacimiento, y toman el aspecto de objetos encontrados, y se insertan con su perfil completo sobre el aire del plano.
Esta voluntad o hallazgo impensado lleva a Aníbal Merlo a construir unas esculturas cuya imagen es el doble de imágenes que él ha pintado antes. En la madera que las da sustento los signos toman una entidad con valor diferente, con diferente sentido.
¿Por qué sucede esto, por qué le sucede esto a Aníbal Merlo?
Pienso que la necesidad no es un azar; que, sin proponérnoslo, buscamos una orientación sobre lo que hacemos que no sea radical, que no nos encierre, y posamos pie en lo que en determinados momentos se nos presenta como firme. Ensayamos tesis, resolvemos hipótesis. Luego nos quedamos con las imágenes contradictorias que originan unos y otros momentos. Y, en definitiva, esta paradoja es nuestra propia verdad.
La abstracción, esa forma pictórica que hemos convenido en llamar así, parece prescindir de cualquier definición espacial, de cualquier perfil temporal, pero en su facultad de inventar constantemente una nueva realidad, lo que hace es originarlos de otra manera, por otra vía, vía que es preciso rastrear a través de los signos silenciosos con que se expresa. Pues mientras la imagen más o menos acordada con la realidad exterior canta asentada en las distancias y los aspectos de las cosas o los seres, solamente el color, su densidad, la fugacidad o estabilidad de sus cambios, susurra en la materia plástica de la abstracción.
Y en el color, en ese color reflexivo y misterioso, vamos encontrando tiempos, distancias, situaciones, accidentes, todo ello envuelto necesariamente en un lirismo revelador.
Aníbal Merlo hace del color de sus pinturas no sólo aire en vilo, sino también materia, y así la da consistencia de horizonte o margen. Sin querer del todo traspasa el límite que va de la abstracción a la situación figurativa, y no elude la tentación, pues él sabe moverse tanto en la altura voladora y pensativa del tiempo, como en el claroscuro terrenal y concreto.
Signos cruzan sus espacios que se remiten estrictamente al límite del soporte y en él se realizan; datos vivos surgidos sin duda de su propio discurso humano, también de la necesidad estética de emplazar pictóricamente la situación artística que contempla. Y la situación, la doble situación suya y de la pintura, se ensimisma a pesar de su decir luminoso, con la amenaza oscura de un espacio abisal, de precipicio o caos, colocado en un extremo o en el posible abajo. Entonces los signos voladores adquieren perfiles concretos y se materializan para defenderse de la caída o acelerar su renacimiento, y toman el aspecto de objetos encontrados, y se insertan con su perfil completo sobre el aire del plano.
Esta voluntad o hallazgo impensado lleva a Aníbal Merlo a construir unas esculturas cuya imagen es el doble de imágenes que él ha pintado antes. En la madera que las da sustento los signos toman una entidad con valor diferente, con diferente sentido.
¿Por qué sucede esto, por qué le sucede esto a Aníbal Merlo?
Pienso que la necesidad no es un azar; que, sin proponérnoslo, buscamos una orientación sobre lo que hacemos que no sea radical, que no nos encierre, y posamos pie en lo que en determinados momentos se nos presenta como firme. Ensayamos tesis, resolvemos hipótesis. Luego nos quedamos con las imágenes contradictorias que originan unos y otros momentos. Y, en definitiva, esta paradoja es nuestra propia verdad.