El hombre que dibujaba los caminos


Daniel Samoilovich
Catálogo de la exposición en la galería May Moré, Madrid, 1998
¿Añoraba Ulises la guerra y se resistía por eso a acabar su largo exilio? ¿O un temor lo demoraba en el mar a las puertas del bogar, que, sin embargo, ni en la guerra ni en el vagabundeo babía olvidado? El viaje, se ba dicho, el viaje en sí, abstraído incluso de su propósito, bien podría ser el emblema del trabajo plástico de Aníbal Merlo; o quizás, aún más que el viaje, el camino, que es la posibilidad y la figura del viajar, viaje potencial que cada caminante transíorma en viaje real cuando efectivamente lo recorre.

El caso es que esos caminos, sus accidentes, sus señales, los paisajes sorprendentes con que se encuentra el caminante o el efecto de esos paisajes en la memoria, todo eso está en estas esculturas marcadas con los azules y los ocres de la tierra y el cielo, en estas pinturas que se alargan vertical u horizontalmente para dar lugar a un trayecto. A veces, aquí y allá reaparece el leit-motiv de la línea punteada, o más exactamente, "guionada": secuencias de guiones que son, cada uno, una aventura, y en conjunto la indicación de una posible ruta, nunca terminada de construir. En los mapas, de hecho, las líneas de guiones son, o bien senderos de montaña abiertos por los animales y la gente en su trajín, o bien caminos de ripio, no sancionados por el asfalto, o bien proyectos de camino, no sancionados por la realidad: el paisaje austral (que, habiendo nacido él y yo en Argentina, comparto con Aníbal Merlo) está lleno, en sus inmensos espacios despoblados, de estos recorridos potenciales, que invitan a soñar. A ellos, Merlo ha sumado, al desplazarse electivamente a España, un impulso que no se detiene, que se prolonga en el espacio imaginario de su obra.

La invitación al viaje, sin embargo, no se cifra en una clave única, biográfica o temática: es sobre todo una tentación formal, la tentación de las formas elongadas, el estiramiento imposible, la osadía de ocupar el espacio en una dirección a expensas de las otras. El trabajo con la madera se torna asi la exploración de las posibilidades de cierta cosa que ya está en el árbol: el árbol también viaja en su inmovilidad, se lanza bacía arriba y abajo, y siguen viajando luego la rama y la astilla y el palo y la flecha y la boja y los barcos (árboles cóncavos los llama Hornero en la Odisea),* y viajan estas formas creadas por Merlo que evocan a todas aquellas. Ni los trípticos que, como pequeños templos o montañitas mágicas, han proliferado en esta muestra, se sustraen a las sugerencias de la escalera, las sinuosidades del sendero, las posibilidades de combinación de sus tres partes que tornan relativa su mayor compacidad: a través de estos accidentes, también estas montañas son momentos, construcciones efímeras, episodios de un vagabundeo.

También es efímera la colocación de las esquirlas de Sueños tribales, donde las maderas talladas por las dos puntas y por todas sus caras, manchadas de azul y apiladas de un modo que bien podría ser otro, elegido siempre entre infinitas combinaciones posibles, sugieren una suerte de mikado, el juego de algún imaginario pueblo de gigantes que hubiera querido divertirse con estas astillas oníricas.

Otra variante escultórica es la que trae la serpiente Kundalini, el camino vuelto animal que es también río de energía, de ruego, de luz, de conocimiento; una línea que avanza en una sabia alternancia entre el contraerse y el estirarse. Como esa serpiente, que posee una rorma pero avanza cambiándola, se mueve el arte de Aníbal Merlo, explorando regiones que están entre la pintura y la escultura, entre la curva y la recta, entre el plano, el espacio y la línea, entre lo que na quedado atrás y lo que viene, lo que es y lo que podría ser. Tal vez Ulises, ni añoraba la guerra ni temía el bogar, sino que por sobre una y otro amaba el propio viaje, el trayecto que unía un punto con el otro.




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