Los viajes de un cartógrafo obsesionado con el tiempo



Marcos Ricardo Barnatán, 
Metrópoli, El Mundo,
1996
Conseguir que no notemos las fronteras conceptuales entre la pintura y la escultura, y que las piezas se contagien mutuamente hasta lograr una atmósfera singularmente común, es uno de los méritos de esta nueva exposición individual de Aníbal Merlo. Un artista que pese haber nacido en Argentina, está integrado, desde sus inicios y con una fuerte personalidad, en la generación española que protagoniza la llamada abstracción lírica y entre los que están   muchos de los jóvenes creadores más interesantes de los años noventa.

Son paisajes imaginarios evocados por el color y en los que las formas, siempre ondulantes o movedizas, buscan una geometría irregular en la que no se pretende  atrapar arquetipos sino destacar excepciones. Y lo excepcional se encarna en la pintura   con la misma facilidad con que se talla en la piedra o en la madera, o como se singulariza una metáfora poética en una inusitada combinación de palabras.

Y lo importante de ese resultado excepcional es que la metáfora alcanzada logra emocionarnos, consigue transportarnos a esa región imposible que el artista imagina en el momento de la creación y que nosotros recibimos con inexcusable gozo.

Hay en las alargadas maderas pintadas pequeños fragmentos de mapas, casi invisibles si no nos acercamos a la materia, en los que se alude a lugares lejanos, a países exóticos, y que tatúan destinos propicios a nuestra fantasía. Que también podría ser una invitación a ese lugar imaginario llamado «Tag» y al que Merlo dedicó el año pasado un bello libro.

Y hay asimismo en las piezas escultóricas constantes llamadas a lo natural, desde la elementalidad de un azul que no deja de hablarnos de la fuerza creadora del mar, hasta las formas torturadas de la naturaleza en las que la usura del tiempo dejó sus marcas. Permanencia y fugacidad, potencia y fragilidad, son algunas de las contradictorias  sensaciones que emanan de estos hermosos acercamientos a una estética, que sin rebajar los elementos reflexivos, quiere y logra transmitir emociones que están muy cerca del espectador.

Una curiosa serie de diez dibujos en blanco y negro, en los que se usa el lápiz, la tinta, la parafina y también el collage, titulada La vida secreta del Matasiete, complementa una importante exposición en la que las pinturas y las esculturas de Aníbal Merlo han alcanzado ya un momento de gran madurez.



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