Una voz bajo la corteza


Marcos Ricardo Barnatán
El Mundo, Madrid, 1998
Hay una poesía que no se verbaliza sino que se sugiere sin palabras, es la que respira en muchas obras de arte y es nuestra mirada la que tiene que descubrirla, descifrarla en el corazón de las formas y de los colores, y dejarse conmover por su relámpago. Cuando un artista consigue esa gozosa comunicación con sus espectadores  triunfa, cuando el chispazo no se produce, cuando se cortocircuita, es cuando su obra fracasa.

Pero no todas las miradas son iguales, ni las sensibilidades de las miradas tienen el mismo voltaje, por eso una misma obra puede triunfar con unas y fracasar con otras, una grandeza de lo artístico que hace posible esa pluralidad del gusto a la que nos es casi imposible ponerle un límite.

Una nueva exposición individual de un artista excelente, Aníbal Merlo (Buenos   Aires, 1949), nos sumerge en una reflexión general que puede aplicarse a su reciente producción: pinturas y esculturas que continúan con una línea de exploración en la que ha conseguido ya momentos cenitales, piezas de excepción que han recibido ya el beneplácito de la crítica más exigente.

En él encontramos ese sustrato poético, y muchas veces tiene una gran intensidad, es un poeta que eligió un lenguaje de formas y colores, y al que se ha entregado con rigor y con perseverancia.  Nerval nos recordó que  siempre hay una voz ligada a la materia misma y que hay un dios oculto bajo la corteza de las piedras.

Pero Aníbal Merlo no es un creador autosatisfecho que se queda obnubilado por un hallazgo y lo repite hasta el hartazgo. Y aunque en la anterior individual de May Moré parecía haber redondeado su voz, ahora nos sorprende con nuevas y plurales incursiones en lo que hay más allá.

Así las maderas talladas, magníficos ejemplos de su ductilidad, ensayan rememoraciones constructivas del surrealismo, buscan las formas orgánicas o se reclaman herederas de un primitivismo evocado desde la modernidad.  Sus esculturas, talladas y policromadas, van desde una simplicidad muy efectiva –el caso de El tiempo no ocupa lugar, con la que ilustramos esta crónica- a otras más aventuradas en las que una mayor complejidad de la propuesta desencadena lecturas más lentas y variables.

Su pintura, a partir de un lirismo abstracto muy acertado, se revuelve también ahora en pos de nuevos derroteros. Incorpora inquietantes geometrías figurativas al magma colorista y se deja tentar por  formas de gran tradición metafísica en la pintura de este siglo. Esa inconformidad con una etapa, ese deseo de investigar otros caminos, es para Aníbal Merlo una urgencia que seguramente es también fruto de su propia experiencia poética

Las calidades permanecen, en cambio, inalterables, todo lo que intenta tiene esa buena marca de fábrica que diferencia el fruto de un trabajo serio y bien hecho del que surge de la improvisación. Y eso es lo que nos inclina a respetar y admirar su obra.




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