Aníbal Merlo, asceta del color
Sin firma, El Punto de las Artes, noviembre de 1989
Ante la exposición de Aníbal Merlo (Buenos Aires, 1949), la primera impresión que se tiene es la de estar ante un pintor en el que son visibles marcadas influencias de algunos de los pintores que cualifican y determinan la parcela donde él quiere situarse. Barceló y Sicilia quizá sean los que aparecen en las obras de Merlo con mayor claridad. Si esto quedara ahí, sería un análisis demasiado somero de una obra que está marcada por bastantes cosas más.
En primer lugar, Merlo y su obra son consecuencia de un convencimiento por la pintura, lo que conduce a la eliminación de ciertas propuestas que, a lo largo de este decenio, precisamente el tiempo que Merlo lleva pintando, han causado fuertes mellas en sus compañeros de generación. Su raíz última está en el expresionismo abstracto y la estructuración del espacio del cuadro. Desde ahí, Merlo avanza derecho, siguiendo una línea en la que la moda del momento sólo es útil para proporcionar las necesarias referencias del mundo que le rodea, Pero él prefiere el suyo propio, un mundo donde los recuerdos se hacen realidad y donde el sueño es posible; un mundo donde puede recluirse para reflexionar y que le propicia su propia consecuencia y la continuidad en el proceso,
Formando parte de la evolución que, en general, ha marcado a la pintura de estos últimos años ochenta, Merlo adapta el color hacia una reducción de sus posibilidades, puntualizando y potenciando lo que quiere decir. Con los años, la valoración del color ha evolucionado desde el brillo a la sombra, y adecuándose a esta tónica, Aníbal Merlo ha preferido explicar sus argumentos con el carácter austero y ascético que le proporcionan los blancos, grises y negros, al tiempo que matiza los enlaces con la realidad a base de tierras y azules. Sobre esta base, analiza el mundo real desde su postura contemplativa, transformando la llamada de aquél en una potencia íntima, por eso creo que le cuadra el calificativo de asceta, por eso y porque estima de la naturaleza la parte que tiene de sombra, de roca dura, la tierra frente al agua y el cielo, y, en el fondo, la observación lejana de lo trascendente.
Merlo se muestra alternante entre el recuerdo natural y el resultado abstracto de sus obras. No es posible desligar de estos cuadros la influencia que el paisaje, por ejemplo, ha tenido para conseguir sus argumentos, así como tampoco la labor de mutación que ejerce el artista con constancia para que esos paralelos o cualquier convergencia posible pierda carácter. En realidad, Merlo toma el asunto para ensayar con él una serie de reflexiones en las que se cruzan la nostalgia, los deseos y el conocimiento de la pintura. Tal vez por ello se adivinan en sus cuadros una serie de premisas personales, fruto del pensamiento, llevadas a la práctica según ritos establecidos, incluso aprovechando el lado práctico de ciertos lugares comunes, pero impregnadas de ese ingente aporte emocional que sólo proporciona el convencimiento de los hechos.
En primer lugar, Merlo y su obra son consecuencia de un convencimiento por la pintura, lo que conduce a la eliminación de ciertas propuestas que, a lo largo de este decenio, precisamente el tiempo que Merlo lleva pintando, han causado fuertes mellas en sus compañeros de generación. Su raíz última está en el expresionismo abstracto y la estructuración del espacio del cuadro. Desde ahí, Merlo avanza derecho, siguiendo una línea en la que la moda del momento sólo es útil para proporcionar las necesarias referencias del mundo que le rodea, Pero él prefiere el suyo propio, un mundo donde los recuerdos se hacen realidad y donde el sueño es posible; un mundo donde puede recluirse para reflexionar y que le propicia su propia consecuencia y la continuidad en el proceso,
Formando parte de la evolución que, en general, ha marcado a la pintura de estos últimos años ochenta, Merlo adapta el color hacia una reducción de sus posibilidades, puntualizando y potenciando lo que quiere decir. Con los años, la valoración del color ha evolucionado desde el brillo a la sombra, y adecuándose a esta tónica, Aníbal Merlo ha preferido explicar sus argumentos con el carácter austero y ascético que le proporcionan los blancos, grises y negros, al tiempo que matiza los enlaces con la realidad a base de tierras y azules. Sobre esta base, analiza el mundo real desde su postura contemplativa, transformando la llamada de aquél en una potencia íntima, por eso creo que le cuadra el calificativo de asceta, por eso y porque estima de la naturaleza la parte que tiene de sombra, de roca dura, la tierra frente al agua y el cielo, y, en el fondo, la observación lejana de lo trascendente.
Merlo se muestra alternante entre el recuerdo natural y el resultado abstracto de sus obras. No es posible desligar de estos cuadros la influencia que el paisaje, por ejemplo, ha tenido para conseguir sus argumentos, así como tampoco la labor de mutación que ejerce el artista con constancia para que esos paralelos o cualquier convergencia posible pierda carácter. En realidad, Merlo toma el asunto para ensayar con él una serie de reflexiones en las que se cruzan la nostalgia, los deseos y el conocimiento de la pintura. Tal vez por ello se adivinan en sus cuadros una serie de premisas personales, fruto del pensamiento, llevadas a la práctica según ritos establecidos, incluso aprovechando el lado práctico de ciertos lugares comunes, pero impregnadas de ese ingente aporte emocional que sólo proporciona el convencimiento de los hechos.