La escultura de Aníbal Merlo



Victor Lope
ABC Aragón, 1991

Aníbal Merlo (Buenos Aires, 1949) presenta su obra más reclente en la Galería Provincia. Es un creador en un excelente momento de seguridades tan sonadas como reales. Muestra un lugar limpio, un paso decidido, a lo largo de un camino que ahora él sabe que comenzó mucho antes de que se pusiera a pintar en 1979, cuando ya llevaba cinco años en España. Una vez más esta galería acoge una obra bien oxigenada y oxigenante.

En contra de lo que en principio pudiera parecer, la galería Provincia que dirige Javier Ochoa, se ha demostrado como un espacio de gran versatilidad para las propuestas artísticas más variadas. Si hace pocas fechas se apoderaban de sus paredes los cuadros de Ramón Herreros, ahora navegan con exquisita naturalidad los de Aníbal Merlo.

Cerca de veinte piezas, recién salidas del taller madrileño del artista, describen el proceso sincero de un momento, que hoy pensaremos privilegiado para él.

Aunque en principio el futuro es deseo y en .el fondo angustia, hay suficientes elementos en estas piezas, sobre todo en los pequeños papeles, en realidad lo último de su producción, que mencionan una claridad sosegada, unos aciertos plásticos desprendidos de soportes teóriamente formales, un despojamiento que en su caso anuncia aventuras bien deseables.

Pintor relativamente tardío en comparación con muchos «valores» jóvenes, tiene la indudable ventaja de su gran seguridad reflexiva. de saber contar con el tiempo y su introspección o, de otro modo, con las sutilezas de la cultura reposada.

Aníbal Merlo es muy consciente de que un cuadro se acaba casi siempre en el enfrentamiento más descamado consigo mismo, se acaba en los más recónditos efectos del alma pegada a la viscera, es decir una obra la termina la intuidón, el inconsciente, algo de lo que, sin duda, este argentino sabe lo suyo.

Él mismo no tiene inconveniente en explicar, con naturalidad muy de agradecer, que, tras un pequeño programa para poner en marcha un pieza, el final viene determinado induso por una gestualidad automática, sorprendente, arriesgada, terrible. Terrible y gozosa a la vez para una consciencia como la suya, cuando él, el artista, sabe que ahí quedan los rastros desnudos de la vida como experienda individual. Sabe que no tiene mucho sentido enmascarar esos momentos, esos instantes que acaban teniendo la eternidad constitutiva de su existencia, con discursos generalmente elípticos en los que pueda retozar la falsa teoría estética o la critica que de antemano se sabe muda.




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